domingo, septiembre 12, 2004

Leyenda de un Nombre

Cuando Ambrosio y Ambrosia unieron sus vidas para siempre, nunca pensaron que traer retoños a la vida les fuera a cambiar la vida.

Y el cambio nada tenía que ver con la situación económica, ni con la mayor o menor estreches en los espacios de su vivienda, ni con el cambio que operaría en su trajinar diario desde el punto de vista de la alimentación, la manera de diversificar sus gustos de la mañana y de la tarde, y ni siquiera con los horarios para ver televisión.

El cambio se dio aquel once de septiembre cuando Ambrosia supo que una nueva vida germinaba en su organismo, y sin dilatar el secreto, de esos secretos que sólo las mujeres manejan y saben y sienten, llamó a Ambrosio al celular y le soltó la noticia: “somos padres, mi amor”.

Afortunadamente Ambrosio estaba sentado en las impecables sillas naranjas del transmilenio, y en medio del racimo humano que lo embargaba y lo estrechaba como en un abrazo de felicitación, pudo escuchar la buena nueva. Iba a ser padre, padre primerizo, padre en ciernes, padre de una criatura que a esta hora se bamboleaba entre las interioridades más intimas de Ambrosia.

Y entonces le pareció entender lo que era ser padre, y su primer impulso fue darse a la tarea de buscarle un nombre, si, de hacerle un nombre, de rebuscar un nombre que dijera todo lo que había llevado dentro desde el momento de su unión libre con Ambrosia cuando soñaba su ADN diversificado y catapultado al universo, en una multiplicación de sus genes hasta los siglos de los siglos.

Y no llevaría su nombre, Ambrosio, un nombre que poco le decía al común, un nombre que entre sus letras pergeñaba más bien una malsana tendencia mundial como era el hambre, un nombre aplicado como sin distinción y sin tradición histórica; no, tenía que ser un nombre de varón sobreviviente a las grandes ideologías y a las grandes gestas de la historia, la literatura y la filosofía.

Una vez llegado a casa, corriendo a lo que pudo para tenerle otra gran noticia a Ambrosia, se internó entre los rigores del ciberespacio, y sondeó e investigó todos los nombres de los grandes próceres de la historia, y repasó los grandes pensadores, y se complació en todos los nombres de escritores famosos, y cabalgó en la grupa de los grandes legionarios, y los escribió todos, y los repasó todos, y los confrontó con cifras estadísticas de tamaño y grandeza, y entonces supo desde dentro de sus entrañas de padre que sólo quiere lo mejor para su hijo, un nombre que la historia había repetido incansable y sin apresuramiento, y que siempre significó para la historia prestigio y gloria.

En la noche, cuando Ambrosia cruzó el umbral de la puerta de su apartamento, cansada por el largo trajín del día, Ambrosio se le colgó al cuello, la abrazó, le estampó el beso nocturno al cual la tenía acostumbrada desde todas las tardes de su primera luna de miel, y le dijo casi sin respirar: “ya tengo el nombre para nuestro hijo, se llamará ANONIMO

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