viernes, junio 04, 2004

UN VIERNES DE UF.

Cuando Claudia tomó en volandas su diminuta cartera, supo que llegaría tarde a la oficina, y que la sirena del taxi de la madrugada le estaba signando el día: hoy era un día de esos con sarampión.

Cuando al fin pudo detenerse en el paradero amarillo, único a la redonda, de los buses verdes que conducían a los buses rojos, eran las siete en punto, y se sintió más bella que nunca, con la belleza candente que da la frescura de la edad, y la inminencia del viernes que iniciaba con un sol de oro que se colaba hasta por las axilas.

Y en medio del bullicio que armaban las veinte personas que esperaban el alimentador, Claudia sintió por primera vez aquellos ojos desvestidores que le recorrieron el cuerpo de arriba abajo y de derecha a izquierda, y sintió la necesidad de devolverle la mirada como una cachetada de día o una cachetada de noche, para que vistiera su razón, para que dejara su libidinez para horarios más avanzados o menos preocupados.

Y entonces, en medio del aglomerado acercarse a la puerta del alimentador que ya se abría de par en par, igual aquellos ojos seguían fijos en cada una de sus líneas, en cada uno de sus movimientos cársticos y sinuosos, y entonces los sintió hirsutos y hurgadores, en unos ojos que solo parecían eso, en un desplazarse como sin madre en el maremagnun de buscar una silla donde depositar mi desfallecimiento, y sintió que las mañanas traen su afán y traen también sus acosos del corazón, y siguió sintiéndolos aún por sobre sus cabellos que volaban por entre la ventana abierta por la viejecita que tosía sin cesar aupada por el viento mañanero que se le metía por entre los intersticios de una nariz acezante.

Cuando Claudia descendió en el portal, para enrutarse en la ruta sabida de memoria, lo hizo con la delicadeza aprendida en sus años mozos de coqueta sabiduría, y contuvo la respiración lo mas que pudo, porque allí, tras sus pasos, esos ojos penetrantes la seguían, por los minutos de los minutos amen, como lo diría mi única abuela Valentina que entre otras cosas fue a al única que sabía rezar, con la mirada de persistencia de un coto, y tan evidentes con su inquisitiva observación.

Ya en el transmilenio, mecida a la derecha y a la izquierda por el vaivén inolvidable del maremagnun de personas que asumen el transmilenio como otra forma de respirar, siguió sintiendo esa mirada que se le había hecho familiar por sentirla entre todos los vericuetos de su cuerpo, y como que no le despintaba ninguno de los minutos de aquella mañana de afán. Como no pudo voltearse para mirar esos ojos miradores, por el enclaustramiento que se sufre de por vida en el bus, prefirió sentir esa mirada que se había tornado familiar por lo persistente, y que al contrario de la primera, ahora la sentía más tibia, más cercana, más próxima, más a la mano, más a flor de piel, por Dios, no más.

Cuando al bajarse en la estación del centro, que le permitía a un par de cuadras, internarse de nuevo en sus asuntos legales e ilegales, como decía su madre, caminando por la acera tan congestionada como el transmilenio, siguió sintiendo esa mirada perseguidora que no la despintaba ni de noche ni de día, como decía aquella famosa oración por lo antigua, y al fin supo que aquel viernes de su gracia, iba a ser in viernes distinto, de baile y son, y algo más, porque no lo persiguen a uno unos ojos, así como así, y sólo por darle vida a la vista. No y no, y mil veces, no, y si no que lo digan esos ojos de misil que aquella mañana parecían destinados.

Gozó aún más los metros que la separaban de la entrada al edificio de su labor cotidiana, porque aquellos ojos sin mirarlos aún seguían allí pegados a su jean y a su blusa, y parecerían destinados a lo indescriptible, y cruzó la portería y saludó, y siguió, y aquellos ojos seguían allí junto a su piel exultante.

Y entonces, en un arranque de ya no me aguanto más, como de ahora o nunca, decidió detenerse y parar de una vez por todas lo que la traía movida desde la mañana, volteó a mirar para verlo, para descifrar su mirar tan arrasador, para bajar la guardia de bueno hasta aquí llegué, y entonces fue cuando vio que esa mirada que la seguía por doquier estaba allí y en todas partes, y que no eran solo unos ojos, los mismos de siempre, los que la desvestían cada vez que la miraban, sino que eran los mismos de todos los que la veían pasar, que eran cada vez ojos diferentes con la misma libidinez disfrazada en los ojos de todos los transeúntes que la volteaban a mirar, a verla anadear con sus formas volátiles que parecían nadar al ambiente de la nada, en un ingenuo desplazamiento que ignora el mundo que desplaza con su desplazamiento.

Y entonces, sentada frente a su escritorio, repasando el entusiasmo que alcanzó a entusiasmarla aquella mañana, pensó en Amadeo, que seguro juicioso, con su reacia manera de amarla, estaría inclemente convencido de encontrarla al filo de la tarde, cuando de nuevo terminara su día de viernes. Uf.








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